Medidas draconianas tendientes a erradicar el terrorismo han convertido la vida de los uigures en una pesadilla diaria caracterizada por la vigilancia y el terror.
Ruth Ingram
Es lunes por la tarde. El lugar, Urumchi, la capital de la Región Autónoma Uigur de Sinkiang, situada en la región noroccidental de China. Un silbato suena diez veces de manera insistente. Un grupo variopinto de puesteros uigures vestidos con enormes camisetas y equipados con bates de béisbol, se colocan cascos de hojalata en la cabeza, se ajustan los chalecos antibalas y agarran sus escudos antidisturbios. Salen corriendo de sus tiendas y se reúnen en la plaza central. Se escucha nuevamente una serie de silbidos y los mismos convergen masivamente en la entrada de un puesto donde una pila de prendas yace desparramada sobre una caja de madera. Simultáneamente, los palos levantados descienden sobre la pila de ropa de manera vigorosa y violenta… de arriba abajo, de arriba abajo, de arriba abajo… hasta que los artículos son sometidos. Luego de aniquilar a este “enemigo”, un entusiasta líder comunitario ansioso por demostrar su apoyo incondicional al gobierno le ordena a gritos al “batallón” que vuelva a sus lugares y que forme una fila, mientras son fotografiados por un oficial de la comunidad como prueba de la realización del simulacro en su área, luego de lo cual se les permite dispersarse. Una hora después todo vuelve a repetirse. Pero esta vez el objetivo es un puesto diferente. El mismo ejercicio se lleva a cabo a lo largo del día en la mayoría de los centros comerciales y bazares emplazados por todo Sinkiang, pero nunca de forma previsible y regular, para asegurarse de que todos estén atentos. Cada negocio forma parte de una unidad compuesta por diez, la cual es encabezada por un líder que hace sonar el silbato y su suplente. Todos se vigilan mutuamente y todos se ven igualmente afectados si alguien no cumple las órdenes o se extralimita. El hecho de mantenerse en alerta constante es crucial.
Toda la región de Sinkiang parece estar en pie de guerra. Pero se trata de una guerra como ninguna otra. Esta es una «guerra popular contra el terrorismo», en la que los ciudadanos comunes han sido sometidos a tareas de vigilancia y control mutuos. Esta es una movilización de masas en una escala que solo China podría prever. El enemigo está en ninguna parte y en todas partes, indefinible e invisible. El enemigo está entre ellos.
Pero de acuerdo con las reglas de esta nebulosa «guerra» con características chinas, los ciudadanos deben mostrar sus verdaderas convicciones. Deben estar «dentro» o «fuera». Estar «dentro» es entregarse enérgicamente a la visión de futuro del presidente Xi (para la cual el objetivo final es que China emerja y se convierta en un centro de poder político, económico y militar global por derecho propio).
Estar “fuera” en cualquier grado, significa “transformación por medio de educación” extrajudicial o incluso algo peor. Mantenerse al margen y arriesgarse a ser etiquetado como un funcionario “hipócrita” que cumple las órdenes de la boca para afuera, pero que sigue siendo un rebelde de corazón es la posición más peligrosa de todas. Este tipo de personas reciben los castigos más severos.
La insidiosa y progresiva militarización de la región musulmana durante los últimos dos o tres años se ha cernido gradualmente sobre la población de esta vasta región de desiertos y montañas, por lo que en la actualidad casi parece algo normal. La gente ha olvidado cómo era la vida allí. La autocensura de cada conversación actualmente se ha vuelto una reacción instintiva, ya que la gente mira atentamente a los que los rodean mientras hacen cola, en restaurantes y en el transporte público, en busca de señales que les permitan darse cuenta si son policías vestidos de civil o soplones acólitos al régimen. Es necesario estar atento a la existencia de posibles cámaras y dispositivos de escucha situados en lugares públicos e incluso en cafés locales, para determinar si tu conversación y la identidad de tus compañeros está siendo grabada o transmitida de manera directa a la estación de policía más cercana.
Desde los disturbios de Urumchi acaecidos en el año 2009 o 7/5 (七五), tal y como se los conoce más comúnmente, donde cientos de personas murieron y otras tantas resultaron heridas cuando los uigures desataron su furia reprimida, y tres días después los chinos de etnia han marcharon de a miles a través de las calles empuñando hachas para vengarse de los mismos, se han instalado cámaras de seguridad en todas partes. En las calles de la capital también se incrementó de manera significativa la presencia policial y cada 100 metros se pueden ver pequeñas formaciones de oficiales. “Cada día cuando me dirigía a la universidad solía contar 100 oficiales de policía en un tramo de medio kilómetro», afirmó Abdullah, quien también notó un fenómeno similar en otras rutas alrededor de la ciudad.
Pero esa «nueva normalidad» volvió a cambiar drásticamente en mayo de 2014 luego de que una mañana, en el centro de Urumchi, dos vehículos todo terreno detonaron explosivos y asesinaron a 31 e hirieron a más de 90 personas de edad avanzada, en su mayor parte comerciantes chinos de etnia han. Este ataque se produjo muy poco tiempo después del ataque a puñaladas perpetrado en la estación de trenes de Urumchi, dando lugar a la represión inmediata de las libertades cotidianas.
La ciudad famosa por la vida de sus calles, los mercados de comida abiertos hasta altas horas de la noche, los bazares y los cafés externos, virtualmente se convirtió en una ciudad fantasma de la noche a la mañana. Se instalaron dobles capas de barreras protectoras en cada camino, callejón y calle, y los comerciantes fueron trasladados a los estrechos espacios que quedaban libres. Ejércitos de barrenderos fueron obligados a pintar rayas amarillas y negras, verdes o púrpuras en barricadas tubulares gigantes situadas fuera de mezquitas, escuelas, edificios públicos y estaciones de policía. Se realizaron pintadas de manera vigorosa y caótica, prestando especial atención al final de las calles donde durante la noche se colocaban balizas de seguridad para inhibir el tráfico. Los espacios libres entre una y otra eran tan estrechos que las motos de reparto ya no podían pasar entre las mismas. Rápidamente, los empresarios se las ingeniaron para eludir el sistema utilizando creativas motocicletas de estructura alargada que podían atravesar los obstáculos. El modesto escúter desapareció virtualmente de un día para otro. Temores posteriores de que estos vehículos metamorfoseados pudieran ser utilizados para lanzar bombas, hicieron que el uso de los mismos estuviera prohibido, solo para ser inmediatamente reemplazados por flotillas de bicicletas de montaña.
Las áreas residenciales y sus zonas aledañas compuestas por callejones interconectados comenzaron a ser acordonadas con altos muros recientemente construidos y equipados con alambre concertina en su parte superior, los cuales bloqueaban cada salida. Las aberturas improvisadas estaban condenadas al fracaso y, muy pronto, cada área contaba con una sola barrera de entrada fuertemente protegida, equipada con dispositivos de reconocimiento facial, sistemas de deslizamiento de tarjetas de identificación y, por supuesto, cámaras instaladas en cada rincón.
Pero la limitación de estas libertades no ha sido nada en comparación con una nueva serie de medidas draconianas que fueron implementadas luego de la llegada al poder de Chen Quanguo en agosto de 2016. Durante el primer trimestre de 2017, el gasto en vigilancia creció exponencialmente hasta llegar a mil millones de dólares, coincidiendo con la construcción bien publicitada de campamentos, redadas y detenciones masivas de ciudadanos uigures. Según Adrian Zenz, un académico alemán experto en Sinkiang, el cual brindó información sobre el alcance y la ubicación de campamentos de transformación por medio de educación emplazados en Sinkiang, solo en los últimos dos años, el Gobierno regional ha reclutado a más de 90 000 oficiales de policía, el doble de los reclutados durante los siete años anteriores.
Las llamadas estaciones de policía «convenientes» comenzaron a surgir en agosto de 2016 y a ser situadas a una distancia de 300 a 500 metros una de la otra, convirtiéndose en una parte normal del paisaje urbano actual. Los bloques rectangulares con estructura de acero que albergan hasta 20 policías fueron creados por Chen Quanguo, el nuevo gobernador de Sinkiang, quien arribó al poder luego de haber sofocado a los disidentes en el Tíbet. A pesar de ser vistos como un frente benigno que proporciona “convenientes” baños, paraguas, lugares donde guarecerse de la lluvia, e incluso sillas de ruedas para los enfermos, su sola presencia les provoca terror a los uigures. Si bien para los compatriotas han, son una presencia tranquilizadora en tiempos turbulentos y no representan ninguna amenaza, para los uigures cuyos teléfonos y tarjetas de identificación son revisados varias veces al día, siempre existe el temor de que cada control pueda ser el último. Para aquellos que tienen un amigo o pariente encarcelado, o que pueden haber descargado inadvertidamente una fotografía, música, o una aplicación sospechosa, o aquellos que hasta ahora se han negado a volver a sus lugares de origen a pesar de las llamadas policiales en las que les ordenan regresar, la sombra de estas estaciones es palpable. La mayoría de los que obedecen las llamadas en las que se les exige abandonar sus trabajos y la vida en la capital para regresar a sus hogares son reclutados por el cuerpo policial de la comunidad local, la cual es omnipresente y de la cual es casi imposible huir, o peor aún, les espera un futuro inseguro en los campamentos. «Intento eludirlos siempre que puedo», afirmó Alim, cuyos padres habían sido detenidos. “Temo ser inspeccionado y que me detengan o me obliguen a volver a mi lugar de origen. Tengo un buen trabajo aquí. Soy el único sostén de hogar que queda en nuestra familia y tengo que cuidar a mis cuatro hermanos pequeños».
Aquellos que olvidan usar brazaletes, detectores de metales y escudos antidisturbios, sin los cuales no se puede decir que ningún comerciante o monitor de parada de autobús esté bien equipado, reciben severos castigos, al igual que los dueños de tiendas que no pasan las inspecciones de sus clientes. Las tiendas y los restaurantes son clausurados de manera rutinaria durante días o semanas como castigo por no contratar a un guardia de seguridad a tiempo completo, un requisito que afecta especialmente a los pequeños negocios. «Tenemos una pequeña cafetería compuesta por seis mesas», se quejó Abdullah, quien afirmó que su negocio apenas obtenía ganancias antes de la implementación de las nuevas regulaciones. «Ahora tenemos que pagar el salario de alguien que simplemente se sienta allí en caso de que la policía comunitaria se presente y desliza un escáner corporal sobre nuestros clientes», afirmó, agregando que el dinero necesario para comprar los escudos antidisturbios, los cascos y los chalecos antibalas que se ven obligados a usar también sale de su propio bolsillo.
El verano pasado y de la noche a la mañana, toda la población de comerciantes, artesanos y puesteros de Jotán, en el sur de la provincia, se transformó en un ejército dormido. Desde vendedores de pan naan hasta barrenderos, talladores de jade y clasificadores de pétalos de rosa, todos deben llevar a cabo sus tareas y estar atentos para cuando deban vestirse con trajes camuflados, ponerse cascos de estaño, chalecos antibalas, y equiparse con escudos antidisturbios, bates de béisbol y dispositivos de sujeción corporal. Cuando sus líderes hacen sonar el silbato, ellos recogen sus armas, se apresuran a formar una fila y se juntan en formación de combate hasta que se les indique que todo está despejado. Por supuesto, el enemigo no se encuentra en ninguna parte, pero ellos deben estar listos.
Los cuchillos, tijeras o cualquier cosa que pueda ser utilizado como un arma están prohibidos, y los infractores son inmediatamente descubiertos por los equipos de detección de rayos X y metales que se encuentran situados en la entrada de todos los centros comerciales, parques, cines, edificios públicos y complejos deportivos. Donde quiera que vayas, serás sometido a rigurosos registros de bolsos, corporales y de bolsillos. Actualmente, los cuchillos utilizados en los comercios deben tener grabadas las iniciales de sus propietarios y deben estar encadenados a las tablas de picar de carniceros o de vendedores de melones.
Aquellos cuyos familiares están detenidos o que viven en el extranjero reciben un tratamiento especial. El simple hecho de presionar su tarjeta de identificación contra el software de reconocimiento facial al ingresar a cualquier edificio, complejo de viviendas o área pública, hace sonar una alarma, provocando que cuatro o cinco guardias armados se presenten rápidamente en el lugar. A continuación, la persona en cuestión es escoltada hasta la estación de policía más cercana, es interrogada agresivamente mientras se llevan a cabo verificaciones en la computadora, y solo es liberada cuando se coteja que todo está en regla. Para estas personas, una simple escapada a las montañas o a un bello lugar local puede resultar en el peor de los casos, en una detención y, en el mejor de los casos, en ser obligados a subirse nuevamente al autobús público en el que llegaron hasta el lugar para alejarse del complejo y volver a sus sitios de origen. Conducir a través de la ciudad por la noche tiene sus propios peligros, ya que el contenido de las motos y de los automóviles es rigurosamente controlado, al igual que la documentación y los teléfonos de los conductores.
En un contexto ampliamente difundido en el cual se llevan a cabo redadas, detenciones y desapariciones de cientos de miles de ciudadanos uigures, una nueva «normalidad» distópica se ha apropiado de la situación. La dominación ha sido constante e insidiosa.
El amanecer de cada nuevo día anuncia otra capa de seguridad. Sin importar si se trata de una segunda capa de alambre de concertina, siendo actualmente la decoración aceptada en la parte superior de cada pared o edificio de la ciudad, u otra configuración de cámaras de vigilancia colocadas al final de tu calle o complejo de viviendas. Muchos ahora están reportando la presencia de cámaras en los rellanos de sus apartamentos, las cuales posteriormente transmiten todo lo que ven en pantallas de pared a pared situadas en la estación de policía del área residencial en cuestión. «Cada parte de nuestra vida social está siendo monitoreada», afirmó Turnisa, maestra de una escuela primaria local. «Mis amigos ya no vienen a visitarme, y temo recibir visitas y que las mismas me traigan problemas». Añadió que la desconfianza ha crecido exponencialmente entre amigos. «¿Cómo puedo saber qué tipo de control implementa el gobierno sobre mis amigos o qué les preguntan cuando abandonan mi hogar?», preguntó. «En la actualidad, nos mantenemos resguardados. Todos tenemos miedo».
Las personas se preguntan cuándo terminará todo, ya sea que se trate de un nuevo sistema de guardias armados que caminan por las carreteras, nuevos uniformes y armamento para los monitores de paradas de autobuses de edad avanzada, electrificación de cercas escolares, o aumento de la cantidad de seguridad armada en las puertas de las escuelas. «No podemos imaginar lo que tramarán después», afirmó Tursun, un comerciante que hasta ahora ha logrado evitar ser detenido. «Me despierto cada mañana preguntándome si este será mi último día de libertad», afirmó. «Podrían utilizar cualquier pretexto para detenerme cuando les plazca». Declaró que unas pocas semanas antes, a primera hora de la tarde, había sido testigo de redadas policiales mientras regresaba a su hogar procedente del cine. «La policía estaba sacando a la gente de la calle y llevándolos hasta una camioneta de gran envergadura», afirmó.
Selim, un estudiante de derecho, afirmó haber escuchado un escándalo afuera de su ventana en una ocasión a medianoche. «Estuve observando durante más de una hora cómo apilaban personas en tres camionetas y las llevaban a la estación de policía. Había hombres y mujeres gritando, y niños llorando”. Afirmó haber visto cómo los familiares huían y regresaban más tarde para llevar ropa y provisiones para los que habían sido detenidos. Mencionó que una habitación situada en la parte delantera del edificio parecía contener solo niños. «Pude ver por la ventana que todos estaban sentados en sillas y mesas», afirmó.
No hay premios por adivinar el esquema de color de las exhibiciones de flores de primavera y verano en Urumchi del año pasado. Mientras que los uigures, sus familias y sus hijos vivían aterrorizados pensando en lo que podría suceder durante el próximo minuto, la agenda de poder blando del Partido Comunista Chino (PCCh) en gloriosos colores rojo y amarillo estaba allí para ser vista por todos. La determinación de Pekín de impulsar su propia marca de socialismo con características chinas y anunciar la nueva era de «sinización» de Xi Jinping, uniformidad étnica y armonía racial fueron encapsularan en un espectáculo exclusivamente rojo y amarillo. Si bien las caléndulas, la salvia roja, los lirios, los tulipanes, y arbustos de hojas amarillas y rojas variadas relucían procedentes de todos los confines de la capital, la ofrenda floral de este año a la ciudad fue sin lugar a dudas una declaración política. Canciones patrióticas que hablaban de unidad nacional resonaban en los altavoces situados en cada intersección, y pantallas gigantes situadas en las esquinas se engalanaban con desfiles militares y mostraban el poderío militar de China en un contexto caracterizado por emotivos temas militares, combinándose con multitudes de banderas rojas chinas adornadas con estrellas doradas que ondeaban en cada tienda, escuela, esquina y lugar público. La determinación del Partido fue infatigable. No se podía escapar al mensaje generalizado que dejaba en claro que China y la vida con «características chinas» en todas sus formas distópicas habían llegado para quedarse.