Luego de que su esposo fue detenido por la policía del PCCh y «desapareció», Nafisa se convirtió en viuda de facto y huyó a Turquía. La vida no es fácil para los refugiados uigures que viven allí.
Ruth Ingram
Dicen que el tiempo cura, pero el tiempo está haciendo poco para curar la agonía y la desesperación de Nafisa, una mujer uigur para la cual cada día, semana y mes que pasa se asemeja a un cuchillo que se hunde cada vez más profundamente en una herida abierta.
Hace tres años, cuando llegó a Turquía sin nada más que unas pocas bolsas, un hijo de 13 años y una hija de 4, su viaje a Estambul comenzó a toda prisa, ya que en Sinkiang, el Gobierno chino procedió a confiscar los pasaportes de uigures a un ritmo alarmante. Aún faltando seis meses para que le entregaran el pasaporte de su hijo, no le quedó otra alternativa que escapar.
Escapando de Sinkiang
La vida se estaba volviendo cada vez más difícil para cualquiera que tomara en serio el islam o que quisiera vestirse con modestia. «No estaba pidiendo cubrirme de negro», afirmó, «simplemente deseaba usar un pañuelo normal en la cabeza y un vestido largo con mangas hasta las muñecas». Afirmó que las mujeres como ella estaban empezando a ser detenidas en las calles y criticadas por su modesta indumentaria. «Vi lo que estaba escrito en el muro», afirmó. «Los comités locales comenzaron a situar mujeres al final de las calles y estaban atentos a cualquier tipo de pañuelo». «No estaba haciendo nada malo. Solo viviendo mi vida cotidiana de forma pacífica y legal. Pero ahora incluso mi ropa se ha vuelto ilegal», se quejó con amargura.
La misma recuerda entre lágrimas el duro invierno del año 2016. Viajando en diciembre desde Ghulja, una ciudad situada en el extremo oeste de la provincia de Sinkiang, limitando con Kazajistán, a la capital con un “permiso para viajar, la denominada tarjeta verde”, se sintió como una extraña en su propia tierra. «Imagínese necesitar un permiso especial para viajar fuera de su propia ciudad en su propio país», afirmó. Los uigures que no pertenecían al poblado no eran admitidos en hoteles y a sus familiares y amigos se les prohibió alojar visitantes. Durmiendo ilegalmente en el suelo y en pequeños y sucios hoteles durante dos meses, recuerda el frío que ni ella ni sus hijos podían quitarse de encima. Finalmente logró unirse a un grupo de turistas que se dirigían a Dubai, desde donde escapó a Turquía.
«Recuerdo ver a un gato estirarse fuera de una tienda en Dubai y sentir que la envidia se acrecentaba en mi interior», afirmó. «Imagínese sentir celos de un animal que podía sentirse tan relajado y libre en su propia tierra», afirmó entre lágrimas. «Me senté en ese sol durante tres días y respiré libertad y calidez».
Un marido desaparecido
En cuanto a su esposo, el mismo ya había desaparecido de su hogar emplazado en el sur de Sinkiang tres años antes, en el año 2013, durante una de las muchas redadas contra uigures que presenció a lo largo de los años. «Nadie sabe adónde han ido miles de nuestros jóvenes», explicó sollozando incontrolablemente. «Las redadas no comenzaron hace dos años. Los campamentos existen desde hace varios años”, afirmó. “Mi esposo era un simple tejedor de alfombras. Teníamos poco, pero era suficiente para nosotros», afirmó. «¿Cómo es que se convirtió en enemigo del Estado y fue detenido?», preguntó.
Cuando sus hijos preguntan por su padre, ella tiene que decirles que está muerto. «¿Qué más puedo decirles?», afirmó. «Ni siquiera sé si está vivo o muerto».
Se encuentran asentados en escuelas gubernamentales turcas, pero a medida que pasan los días y las noticias procedentes de su patria se vuelven cada vez más sombrías, integrarse a la nación turca no podría estar más lejos de sus mentes. «Pertenecemos a Sinkiang», afirmó. «¿Por qué el Gobierno chino nos están haciendo esto? Turquía ha sido buena con nosotros, pero no pertenecemos a este lugar».
Una difícil vida en Turquía
En ocasiones intenta olvidar el pasado y se mantiene ocupada con las tareas cotidianas. Pero el pasado la persigue todos los días. Le preocupa que un pueblo pueda ser borrado de la faz de la tierra. «Esta no es solo una batalla religiosa librada por China», se quejó. «Se trata de la desaparición de todo un grupo étnico».
Explicó la excepcional afinidad del pueblo uigur entre sí y, en particular, con sus familias, lo que hace que la situación actual sea tan difícil. Afirmó que no se asimilan o mezclan fácilmente con otras personas. La mayor parte de la diáspora uigur no ha tenido contacto con su tierra natal ni con nadie que se encuentre viviendo allí durante los últimos dos años. Los usuarios uigures de WeChat (la única aplicación de redes sociales chinas) se vieron obligados a interrumpir todo tipo de contacto con familiares y amigos en el extranjero por temor a una detención casi segura si continúan comunicándose con los que están fuera. «El dolor de no saber qué ha sido de nuestros padres y familiares es insoportable», explicó. «Debido a que no poseemos nuestra propia tierra, dependemos unos de otros quizás más que otras personas», explicó. «Todo lo que poseemos es el uno al otro. El solo hecho de pensar que no volveremos a verlos ni a saber de ellos es un tormento que no puedo describir. Siento como si me hubieran destrozado en un millón de pedazos», afirmó.
Debido a esto, la agonía provocada por la separación de sus seres queridos y de su tierra natal es palpable. Nafisa lo describe en términos físicos. «El solo hecho de pensar en lo que ha sucedido y está sucediendo ahora se torna en un dolor agudo que nunca desaparece». «Durante los dos primeros años no pude dejar de llorar», afirmó. «Solía ir a una habitación a gritar y lanzar cosas contra la pared». Ahora, por el bien de sus hijos, intenta mirar hacia adelante. «Pero me preocupa su futuro y qué será de ellos».
Un futuro problemático
A pesar de que Turquía se ha convertido en una puerta abierta para los uigures y luego de los disturbios de Ürümqi en el año 2009 los que escaparon recibieron automáticamente la ciudadanía turca, hoy es una historia diferente. «En la actualidad impera una gran incertidumbre», afirmó Nafisa. «A causa de la cada vez más estrecha relación entre Turquía y China, nos preocupa que podamos ser enviados de regreso en cualquier momento». Afirmó que incluso luego de cinco años seguía siendo difícil obtener la ciudadanía turca. “Actualmente, algunos de nosotros tenemos que pagar enormes sobornos para poder obtener un pasaporte. No es automático en lo absoluto», afirmó.
Los uigures en Turquía han hecho todo lo posible para recrear un sabor de hogar en Zeytinburnu y en otros suburbios de Estambul. Tienen sus propios panaderos provenientes de Kasgar que producen pan plano y humeante, sus propios “tibibs” procedentes de Jotán especializados en medicina herbolaria uigur, existencias de la tela nacional uigur realizada con la técnica del ikat y conocida como Khan Atlas, de colores brillantes, la cual ahora se fabrica por encargo en una fábrica turca, así como también costureras que confeccionan ropa por encargo. Pero el doloroso anhelo de volver a casa, especialmente cuando todo el mundo tiene una historia de pérdida que contar, nunca desaparece.
Nafisa no está sola en su dolor. Simplemente se ha unido a las filas de cientos de «viudas» y «huérfanos» que se encuentran a la deriva en Turquía, cuyo futuro es incierto y que diariamente viven con el insaciable dolor de la separación de la tierra y la cultura que aman, pero a la que nunca podrán regresar.