Un atrevido análisis llevado a cabo por AsiaNews sobre la eficacia en relación al costo del Acuerdo firmado entre el Vaticano y China del año 2018 recuerda el triste precedente en el que Napoleón Bonaparte intentó someter a la Iglesia católica.
por Marco Respinti
Índice: El anticatolicismo en Francia dos siglos atrás–Nunca se atrevan a contradecir el estado–¿Vale la pena?
Como es bien sabido, el primer ministro chino Zhou Enlai (1898-1976) le dijo al presidente estadounidense Richard M. Nixon (1913-1994), durante la histórica visita que este último realizó a China en febrero de 1972, que era «demasiado pronto» para evaluar las implicaciones de la Revolución Francesa. Durante mucho tiempo, se dio por hecho que Zhou se refería a la Revolución Francesa que estalló en el año 1789 y duró una década. El diplomático estadounidense Charles W. «Chas» Freeman Jr., quien estuvo presente en la reunión, posteriormente afirmó que el líder chino, de hecho, se estaba refiriendo a la agitación acaecida en Francia en el año 1968. Pero Zhou tenía razón en ambos casos. Incluso hoy, es demasiado pronto como para evaluar el daño producido por el denominado «Mayo Francés» y sus consecuencias (el cual, curiosamente, estaba bastante repleto de autodenominados admiradores del presidente Mao). Y también es demasiado pronto como para decir cuándo terminará la madre de todas las revoluciones políticas, a las que la revolución comunista debe tanto. Si es que alguna vez sucede.
El anticatolicismo en Francia dos siglos atrás
Karl Marx (1818-1883), el padre alemán del comunismo, fue un entusiasta estudiante de la Revolución Francesa. La juzgó severamente y la consideró una revolución burguesa incompleta. No obstante, agradeció a la burguesía francesa por el papel crucial que desempeñaron al llevar a cabo todas las acciones que estuvieron a su alcance para eliminar al llamado Antiguo Régimen, el cual era una entente (algo) cordial entre la Iglesia Católica y el Estado que ayudó a conservar una sociedad fundamentalmente católica. Marx sabía que la Revolución es un proceso, que avanza, a través de los siglos, paso a paso, y que la filosofía de «todo ahora» condena a las revoluciones de manera irreparable. Durante la Revolución Francesa, incluso existieron protocomunistas tales como el escritor François-Noël «Gracchus» Babeuf (1760-1797) y el periodista Jacques-René Hébert (1757-1794), pero los mismos habían aparecido demasiado pronto en el calendario histórico. Así, mientras imaginaban una sociedad colectivista que iba a madurar mucho más tarde en varias partes del mundo, fueron enviados a la guillotina por los terroristas franceses (este fue el nombre elegido por la facción que lideró la Revolución en el momento en el que alcanzó su clímax violento) a quienes, por un lado admiraban, pero por otro, criticaban por no ser lo suficientemente extremistas.
La revolución que estalló en Francia hace más de dos siglos inauguró al Estado moderno. Sus premisas son, por supuesto, más antiguas, pero la Francia revolucionaria fue el primer estado en experimentar, de manera exitosa, con un totalitarismo a gran escala. La Francia Revolucionaria fue el primer estado totalitario en la historia y también el primer estado genocida (más tarde retomaré este punto).
Cuando su sangriento y absurdo gobierno alcanzó su apogeo, la sociedad reaccionó a nivel nacional. Hubo un momento, en el año 1793, cuando aproximadamente el 60 por ciento de todo el territorio francés se rebeló en armas contra el Gobierno revolucionario central de París. La rebelión más famosa tuvo lugar en la costa nororiental de Francia, en una región que los historiadores han denominado «Vendée Militar», siendo la misma una región mucho más grande que el departamento original de Vendée, donde todo comenzó.
La revuelta en Vendée fue esencialmente una revuelta católica contra un gobierno totalitario por el derecho a creer.
El Gobierno revolucionario parisino, de hecho, había pasado por una serie de medidas anticatólicas devastadoras desde los primeros días de su creación: nacionalizando monasterios y conventos e incautando sus propiedades, atacando a sacerdotes y monjas, reprimiendo las órdenes religiosas, y matando a creyentes y eclesiásticos, así como también a personas discapacitadas y pobres (las famosas masacres de septiembre de 1792, que han sido comparadas con la Aktion T4 nacionalsocialista alemana de 1939-1941 creada para someter a eutanasia a personas discapacitadas). El pico máximo fue alcanzado cuando el Gobierno revolucionario les impuso a los sacerdotes católicos un juramento de lealtad a favor del estado, el cual significaba obedecer al régimen en todos los aspectos, incluidas las cuestiones religiosas, y cuando el Rey Luis XVI (1754-1793) fue decapitado teatralmente en París. El asesinato del rey Borbón fue, de hecho, llevado a cabo como si se tratara de la dramatización de un ataque contra Dios: debido a que no era posible herir al propio Dios, los revolucionarios quisieron atacar a las autoridades que representaban a Dios en la Tierra, siendo las mismas el rey y el papa.
De hecho, desde la Alta Edad Media, el pueblo de Francia percibió al rey como la personificación del poder político ejercido en nombre de Dios para defender la libertad, la justicia, la caridad y la religión. En lo que respecta al papado, los revolucionarios franceses querían ponerle fin lo más pronto posible. Los mismos deportaron a Francia al papa Pío VI (1717-1799), quien murió en Valence-sur-Rhône el 29 de agosto de 1799. Posteriormente, Napoleón Bonaparte (1769-1821), el astuto y sutil verdadero heredero de la Revolución Francesa, también deportó al sucesor de Pío VI, el papa Pío VII (1742-1823), quien fue liberado luego de que el tirano francés sufriera varios reveses militares importantes.
Nunca se atrevan a contradecir el estado
Las palabras mal interpretadas que Zhou Enlai pronunció en el año 1972 no son la única conexión entre la Revolución Francesa y la China Comunista. El acuerdo entre el Vaticano y China del año 2018 marca una conexión aún más fuerte. Esta es al menos la opinión de Li Ruohan (seudónimo), un académico procedente de la zona norte de China, quien ha establecido un sorprendente paralelismo entre ese acuerdo y el firmado por Napoleón y Pío VII. El Sr. Li expone su caso en un artículo que fue publicado en inglés, chino, español e italiano por AsiaNews, la agencia de prensa oficial del Pontificio Instituto Católico Romano para Misiones Extranjeras (PIME), dirigido por el Padre Bernardo Cervellera, considerado como el principal experto católico en lo referente a China.
Luego de describir la obcecada y cruel política anticatólica implementada durante la Revolución Francesa, Li Ruohan señala de manera significativa el total fracaso práctico del mayor intento revolucionario tendiente a domesticar a la Iglesia. «El 12 de julio de 1790», escribe, «el partido revolucionario promulgó la constitución civil del clero, cuyo núcleo era una nueva subdivisión de las diócesis francesas. Antes de la revolución, Francia poseía 134 diócesis. La ley de los revolucionarios pretendía unificarlas. En primer lugar, las diócesis serían divididas de acuerdo con los límites de las regiones administrativas del Estado, reduciéndolas a 51. En segundo lugar, los obispos serían elegidos y ordenados de manera autónoma. Francia tendría un primado y los otros obispos de Francia recibirían sus facultades de este. Los obispos serían elegidos por los sacerdotes de la diócesis. La elección sería llevada a cabo por los sacerdotes y algunos representantes locales, e incluso los laicos participarían en la elección. En tercer lugar, el obispo primado de Francia sería propuesto por el Gobierno, sin nombramiento pontificio. Cuarto y muy importante, todo el clero de Francia, incluidos obispos y sacerdotes, tendría que realizar un juramento denominado ‘juramento de lealtad’. Solo después de haber realizado este juramento, se le permitiría al clero francés cumplir su ministerio público. Quienes se negaran a prestar juramento serían considerados ilegales, no serían reconocidos por el Estado francés, serían considerados enemigos de la revolución y castigados de acuerdo a lo establecido por la ley».
En ese momento, Li Ruohan continúa: “[..] Francia poseía 131 obispos y 134 diócesis. El asiento de obispo se encontraba vacante en tres diócesis”. Bueno, “sólo cuatro de los 131 obispos firmaron. De estos cuatro, dos volvieron a la vida secular”, entre los que se incluía Charles-Maurice de Talleyrand (1754-1838), “quien luego fue colocado por el Gobierno revolucionario francés a la cabeza de la Iglesia y varias veces procedió a administrar los sacramentos”. Con respecto al clero inferior, “menos de un tercio de los 100 000 sacerdotes franceses prestaron juramento y dos tercios se negaron a hacerlo. Los que se rehusaron se convirtieron en el grupo de sacerdotes no jurados». Como consecuencia de ello, “los católicos franceses comenzaron a no asistir a las iglesias y se negaron a recibir los sacramentos de manos de sacerdotes jurados. Los sacerdotes que se habían negado a prestar juramento se retiraron a la campiña francesa, donde celebraban misa de manera secreta y administraban los sacramentos en los hogares de los fieles, constituyendo el grupo de sacerdotes no jurados de Francia».
La defensa de los sacerdotes no jurados fuertemente perseguidos por los revolucionarios fue la razón principal que encendió el levantamiento católico en Vendée, siendo la misma una lucha por lograr la libertad religiosa donde los nobles se aliaron voluntariamente con los campesinos, llevando con mucho orgullo un rosario alrededor del cuello y una imagen del Sagrado Corazón de Jesús sobre su pecho como su uniforme cotidiano. ¿Qué hizo el Gobierno revolucionario en ese momento? Este ordenó la masacre completa de la región, en aras de erradicar hasta el más mínimo signo de religión y libertad de esa tierra, dándoles de esta manera una lección a todos los franceses. Nunca se atrevan a contradecir al Estado, porque el precio a pagar es el genocidio. Utilizando “ritos seculares” blasfemos, los revolucionarios asesinaron a miles y miles de personas, comenzando con sacerdotes y monjas. Las mujeres y los niños también fueron asesinados, juzgados culpables de (mujeres) dar a luz, o (niños) de estar en camino de convertirse en los rebeldes del mañana. El genocidio fue perpetrado desde finales de 1793 hasta junio de 1794, mucho después de que los Vendée fueran militarmente derrotados.
¿Vale la pena?
Francia fue dividida en dos Iglesias, recuerda Li Ruohan. Una fue la Iglesia oficial creada por el Estado y sumamente impopular, tanto en términos de afecto como de números, la otra fue la Iglesia clandestina, fiel al papa, hostigada y perseguida, pero amada y defendida por el pueblo. Esta confrontación y división continuó injustamente hasta el año 1801, cuando Napoleón decidió que no resolver la situación podría socavar su sueño de poder total sobre las mentes y los corazones de los franceses.
Debido a ello, el tirano se ofreció de manera voluntaria a resolver la situación, ofreciéndole a la Santa Sede un acuerdo que fue firmado en París el 15 de julio de 1801. «En el Concordato», explica Li Ruohan, «el Gobierno francés reconoce a la Iglesia católica como la religión de la mayoría de los franceses. La Iglesia católica posee una relación inseparable de la historia del pueblo francés. En la historia francesa, la misma ha jugado un papel insustituible. Por lo tanto, es justo que haya libertad para practicar y creer».
Actualmente, afirma el académico chino, «este punto es aparentemente encomiable y parece tener como objetivo restaurar la libertad de la Iglesia en Francia. Pero luego el Gobierno le pidió a la Santa Sede que dividiera nuevamente a las diócesis. Durante la revolución, las 134 diócesis de Francia fueron divididas por la fuerza, pero la Santa Sede nunca reconoció las acciones unilaterales llevadas a cabo por el Gobierno francés. No obstante, en el Concordato firmado por Napoleón, la Santa Sede se vio obligada a hacer concesiones, a dividir nuevamente las diócesis francesas, a hacerlas adaptarse a las regiones administrativas y a fundar nuevas. Las 134 diócesis originales fueron reducidas a 60, incluidas diez arquidiócesis. Todos los obispos franceses, tanto los que en el pasado prestaron juramento como los que se negaron a hacerlo, tuvieron que renunciar. El jefe del estado francés, es decir, Napoleón, tenía el poder de proponer obispos, pero el poder de otorgar jurisdicción quedaba en manos del papa. En lo que respecta a la selección de candidatos, el criterio más extendido fue que los mismos eran políticamente confiables. Todos los clérigos, obispos y sacerdotes franceses debieron prestar un juramento de lealtad a favor del Estado. La Iglesia también tuvo que renunciar a los bienes confiscados durante la revolución. Como compensación por las pérdidas, el Gobierno francés asumió el mantenimiento del clero, otorgándoles un subsidio. Además, los obispos se vieron obligados a colaborar con las autoridades locales para continuar con la división entre diócesis y parroquias”.
Al fin de cuentas, la Santa Sede no obtuvo lo que esperaba y Napoleón triunfó. Continuó triunfando luego de ser derrotado, luego de ser derrocado y luego de morir y ser enterrado. El Concordato Napoleónico fue, de hecho, el modelo utilizado para elaborar todos los concordatos siguientes entre el Vaticano y Francia, una nación donde el espíritu revolucionario anticatólico ha estado vivo y haciéndose notar, de diferentes formas, desde entonces, siempre inclinándose un paso más hacia la izquierda, tal y como había previsto el viejo Karl Marx. El modelo napoleónico les ha servido de inspiración a los numerosos intentos tendientes a separar a las Iglesias católicas nacionales de la Santa Sede implementados por los regímenes comunistas de varios países, desde Checoslovaquia hasta —aquí vamos— China, con diversos grados y mezclas, de savoir-faire (sabiduría) y violencia.
¿Podría la Iglesia católica haber actuado de manera diferente dos siglos atrás? En retrospectiva, todos los pasos equivocados se vuelven obvios, pero es fácil ser sabio luego de sucedidos los hechos. En lo que respecta a China, por el contrario, es demasiado pronto para decirlo. Pero aún permanecen en el aire un hecho y una pregunta. El hecho es que cuando la Iglesia se convierte en una minoría, y en una minoría acosada, su responsabilidad de salvaguardar a los creyentes es lo principal, incluso si tiene que ponerse en riesgo para lograrlo. El martirio puede, de hecho, ser aceptado por individuos, pero no puede ser prescrito a otros. La pregunta es la planteada por Li Ruohan sobre el actual acuerdo firmado entre Roma y Pekín: «¿está segura la Santa Sede de que no está simplemente repitiendo errores pasados, de hecho, tragedias?». El régimen chino sigue respondiendo dicha pregunta a diario al reprimir a las religiones.