La historia de dos familias que fueron perseguidas y destruidas, y cuyo único delito es mantener su identidad kazaja.
por Leila Adilzhan
Todos los días, en Kazajistán, durante nuestra labor como activistas de derechos humanos, nos encontramos con miembros de la etnia kazaja provenientes de Sinkiang que sobrevivieron a los temidos campamentos de transformación por medio de educación y reunimos información y documentos exclusivos acerca de aquellos que no lograron escapar.
Tener un pariente que se haya mudado a Kazajistán, particularmente si el familiar que está en el extranjero se expresa en contra del Partido Comunista Chino (PCCh), es suficiente para ser considerado extremista y sentenciado a fuertes condenas en prisión. Amangul Agimolda, de 46 años, una doctora con un historial impecable de diez años de trabajo en un hospital estatal y madre de dos niños, fue sentenciada a once años. No existe información sobre el paradero de su hija de once años y su hijo de seis. El único delito de Amangul es que su hermano mayor, Amantay, se mudó a Kazajistán en 2017.
Ella no es el único miembro de su familia que ha estado en la mira de la venganza del PCCh. Su hermano, Estay Agimolda, de 42 años, que tiene una licenciatura en contaduría y trabajaba para la policía local, y su esposa, Rysgul Kazai, de 39, también con licenciatura y traductora profesional, fueron arrestados y sentenciados a 14 y 12 años de prisión respectivamente. Su pequeña hija de seis meses también “desapareció”. El hermano menor de Agimolda, Armangeldi, de 40, agrónomo, fue sentenciado a 13 años.
Hace unos días, me visitó una empresaria de la etnia kazaja, Dina Nurdybay, que pasó un año en los campamentos de transformación por medio de educación. Dina, de 28 años, tenía su propio negocio en el condado de Nilka de la prefectura autónoma kazaja de Ilí, en Sinkiang, como diseñadora de ropa kazaja nacional para mujeres y se graduó en Diseño en la Universidad de Urumqi. Trabajó en compañías públicas y privadas antes de decidir establecer su propio pequeño negocio de corte y confección con un préstamo bancario de 70 000 yuanes.
Cuando habla sobre su negocio, Dina parece una chica dinámica, muy apasionada con su trabajo. Enfrentó varios problemas con su compañía, pero logró resolverlos y emergió como una diseñadora talentosa y popular con su marca registrada “Kunikei”. Incluso las autoridades chinas la enviaron a distintas exposiciones, donde pudo mostrar sus prendas kazajas nacionales, especialmente, las diseñadas para bodas. Las exposiciones aumentaron su éxito, hasta que llegó a ganar alrededor de 17 000 dólares al mes.
Dina me dijo que estaba muy ocupada con su compañía y que no tenía tiempo para seguir la política regional o nacional. Sin embargo, la política la siguió a ella. Temprano, una mañana, cuando acababa de regresar de un viaje de negocios, Dina observó que había varias llamadas telefónicas perdidas de personas desconocidas. Dos funcionarios locales fueron a su casa y se la llevaron para un interrogatorio de dos horas. Fue el principio de su pesadilla, que coincidió con la propaganda del PCCh sobre el inicio del XIX Congreso del Partido.
Cuatro días antes del XIX Congreso, el 14 de octubre de 2017, Dina fue encarcelada. Pidió que la liberaran de inmediato, pues no entendía de qué delitos se le acusaba. “Desde la habitación en la que me encontraba —recordó Dina— vi a muchos hombres que fueron forzados a entrar en enormes camiones. En aquel momento, me di cuenta de que me encontraba en una situación peligrosa. Pregunté muchas veces la razón de mi detención, pero nadie me respondió”. No pudo contener las lágrimas cuando contó las humillaciones y las insoportables condiciones a las que fue sometida en prisión y durante el año en el que permaneció en un campamento de transformación por medio de educación.
Dina entró en horribles detalles acerca de las torturas en los campamentos, acerca del chantaje y las amenazas si no obedecía las severas reglas del PCCh. Había muchas mujeres uigures y kazajas, que no se atrevían a hablar entre sí, pues sabían que serían castigadas. Lo más espantoso para Dina fue cuando le permitieron ver a su canosa abuela —que no llevaba puesta una pañoleta en la cabeza— en un monitor durante tan solo tres minutos. Ambas tuvieron que contener las lágrimas, pues el llanto también era castigado.
Los padres de Dina son ciudadanos de Kazajistán y ella tiene un permiso de residencia en ese país. Con el tiempo, eso persuadió al PCCh de que debía ser liberada del campamento. Sin embargo, su pesadilla no había terminado. Cuando salió del campamento, su novio la recibió con un hermoso ramo de flores, pero posteriormente comprendió que el PCCh había arreglado esto para tomar fotografías propagandísticas. Descubrió que el banco, que había otorgado un préstamo sin intereses para su prometedor negocio emergente, ahora reclamaba intereses a lo que ella llama una tasa “depredadora”. Al paso del tiempo, se casó con su novio, quien, al vender su casa y su auto para pagarle al banco, demostró que se preocupaba por ella.
Ella vino a Kazajistán en 2019, pero debe seguir pagando los intereses del préstamo al banco en Sinkiang o habrá represalias contra su familia. La empresaria, que alguna vez fue rica, ahora vive en la pobreza.
Estas historias de miembros ordinarios de la etnia kazaja confirman que lo que está ocurriendo en Sinkiang en contra de los kazajos y otros pueblos túrquicos es un genocidio cultural. Una de sus herramientas consiste en privarlos de su dinero y sus negocios. El mundo libre debería hablar con una sola voz y pedirle a China que cierre todos los campamentos de transformación por medio de educación y que libere a las desafortunadas víctimas.